La Pasión de Cristo

René Alvarado 26/03/2024

El hablar sobre la Pasión de Cristo no es cosa fácil. Podríamos hablar teológica o cristológicamente sobre ello, pero eso solamente nos daría un razonamiento de su Pasión y no necesariamente el descubrir espiritualmente la experiencia vivida por el Señor.

Debemos de entender que, la Biblia nos relata en sus cuatro evangelios, la Pasión y cada uno de ellos desde un ángulo diferente. Esto es debido a que al lector se le llama a enfocarse en el proceso vivido por Jesús en sus diferentes niveles y, sobre todo, hacia a dónde, este proceso de su Pasión nos debe de encaminar.

Las lecturas de este domingo, por ejemplo, nos relatan el asunto que Jesús atravesaría. Isaías nos habla sobre el servidor fiel que viene a consolar, que sabe escuchar la voz de Dios y que en los momentos más críticos se siente fortalecido por la presencia del Padre (Is 50: 4-7). En la segunda lectura, Pablo nos habla de cómo es que Dios mismo se encarna en la humanidad, “…despojándose de sí mismo”, lo que llamamos, Kenosis (Fil 2: 6-10), entregándose por amor a la muerte más humillante que se podía experimentar en ese momento, la crucifixión.  

Eso es lo que vino a hacer Jesús a este mundo. Él vino con el propósito de sacrificar su vida por cada uno de nosotros. Jesús, no vino solamente a predicar y a hablar bonito. Él, puso en práctica todo lo que predicaba: “…así como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar Su vida en rescate por muchos” (Mt 20: 28).  

Esto lo sabemos, pero no le damos la importancia debida. Leemos sobre su sacrificio en la Biblia, escuchamos las homilías en misa durante el calendario litúrgico, pero nos da igual. Nos entra por un oído y nos sale por el otro sin dejar huella en el corazón. 

Así de triste es nuestra realidad. Sabemos que estamos llamados al sacrificio, pero no le damos el verdadero valor al mismo. Es que, si analizamos un diamante, por ejemplo, cuando este es extraído de la tierra, su estado es, decimos, en “bruto”. Para que la gente lo sepa apreciar, este tiene que ser pulido, quitarle lo “bruto” para que salga a relucir la brillantez que se encuentra debajo. El proceso es duro y brusco y si el diamante pudiera hablar, diría que duele. Eso mismo debemos de hacer con nuestro sacrificio. Dejarnos pulir por el amor de Cristo. 

Cristo en su Pasión nos demuestra la manera en la que debemos de ser pulidos. Ya desde la institución de la Eucaristía (Lc 22: 19-20), Jesús empieza el proceso de su Pasión. “…Tomen y beban todos de él. Este es el Cáliz de mi Sangre, que será derramada por el perdón de sus pecados” (Lc 22: 20). Después de lavar los pies de los apóstoles, empieza su peregrinar hacia el Huerto de Getsemaní (Getsemaní viene del griego “Gethsēmani” que significa “triturador de aceite”, en este caso, de olivo). Cuando conocemos el significado del nombre del lugar, entendemos mejor el sacrificio que Jesús estaba dispuesto a hacer por cada uno de nosotros. 

En ese huerto, Jesús, -derrama en una reacción meramente humana-, gotas de sangre (Lc 22: 44). Es que, en ese instante, su parte carnal ve, y, siente el proceso que lo va a llevar al sacrificio (algo que humanamente se nos hace difícil comprender por la profundidad de su acción), porque, el partirse en la Cruz del Calvario por el amor que nos tiene, es incomprensible: nadie puede derramar su sangre por alguien más, a no ser que lo motive el profundo amor que le tiene, como una madre por el hijo de sus entrañas, por ejemplo. Es el instante en el que humanamente empieza a beber  aquel Cáliz amargo, que en la última cena pedía a sus discípulos tomar. Era Cuerpo que, en su Pasión, sería triturado por la angustia y el dolor de la sangre que derramaría en su trayecto hacia la Cruz. Jesús vino a demostrarnos en su humanidad, que realmente, su llamado a servir y no ser servido estaba lleno de dolor, sufrimiento y angustia. 

Un punto interesante que encontramos aquí es que, sin importar la angustia que atraviesa y que le hace derramar gotas de sangre, se postra en tierra y clama al Padre: “Abba, para ti todo es posible (Jer 32: 17), aparta de mi este Cáliz amargo que estoy a punto de beber” (Mc 14:36). Su reacción humana, no difiere de la nuestra, en momentos difíciles, cuando no vemos la salida para la situación en la que nos encontramos. La diferencia aquí es que, Jesús no se dejó apabullar por ese momento crítico. Por el contrario, Jesús, dobló rodillas y con rostro en tierra, consultó con su Padre, es decir, se puso a orar. Eso es lo que el que se dice ser fiel tiene que hacer constantemente, orar y adorar postrado en tierra, reconociendo que nuestra situación es dura, pero que, confiados plenamente en él, lograremos la victoria. 

Por otro lado, vemos también la situación de aquellos apóstoles que se duermen: Jesús le dice a Pedro: “Simón, ¿duermes? ¿No has sido capaz de velar una hora?”(Mc 14: 37-38). Como servidores, nos dormimos ante las necesidades de los demás. Nos importa un comino lo que otros sufran. No nos damos cuenta de que estamos llamados como Jesús a hacer su voluntad. Es estar atentos, despiertos y siempre velando, para que la carne, que en sí misma, es débil, no nos haga ciegos ante las necesidades de los que sufren por el hambre y por las faltas de vestido; porque, además, no nos “nace” ir a visitar a los enfermos, ni a los encarcelados; que nos dormimos por la falta de interés por los niños que sufren abandono, quienes gravitan en las calles sin rumbo y se duermen debajo de los puentes o a la intemperie; que servir en el ministerio es algo que hacemos sin interés de corazón. No hemos sido capaces de estar despiertos primero orando y segundo sirviendo como Jesús nos enseñó. 

Jesucristo se incorpora nuevamente –dice la Escritura-, y, con el dolor físico y la angustia brutal que le aqueja en lo más profundo de su corazón, se dirige al Padre nuevamente y dice, “…pero que no se haga lo que yo quiero, más bien, que se haga tu voluntad” (Lc 22: 42b). La pregunta para nosotros hoy día es: ¿Estoy yo dispuesto a hacer la voluntad del Padre? ¿Qué tan profundo es mi deseo de servirle? ¿Estoy dispuesto a partirme por amor a su servicio? Es que, su voluntad es, “…que se amen los unos a los otros como yo los amo” (Jn 13: 34).

Después de aceptar la voluntad del Padre, se siente fortalecido y afronta con la valentía del Espíritu Santo, el sendero que lo llevaría a la Cruz. Más aun, en el momento en el que le llegan a arrestar para conducirlo por ese camino, no deja de ser misericordioso y de hacer milagros. Cura la oreja que uno de sus seguidores le corta a aquel sirviente del sumo sacerdote (Lc 22: 50-51) y clama por una reacción diferente, es decir poner la otra mejía (Mt 5: 39). 

Es llevado ante el sumo sacerdote y ante Pilato quién según la Escritura, no encontró culpa alguna en él. Pero es aquí en este momento en el que Jesús vuelve a hacer otro milagro. La gente exige su muerte por cruz. Pilato les expone la ley que dice que pueden soltar a un reo en las fiestas de Pascua. La gente pide a Barrabás (que en arameo significa “hijo del Padre”). Este Barrabás era un revoltoso que había sido capturado por dar muerte a una persona durante un motín en contra del imperio romano. Según la tradición de algunos biblistas y teólogos, su nombre completo era “Jesús Bar Abba”. En su etimología se conoce a este personaje como un pendenciero, rebelde, latoso y asesino.  Era alguien “famoso” que luchaba de frente al imperio, y, que, la gente consideraba “un mesías” terrenal, es decir el que toma las armas para dar libertad al pueblo oprimido. Esto en paralelo con Jesús Cristo que vino a dar “…libertad a los cautivos…” por medio del Espíritu de amor  (Lc 4: 18b). Es pues en este momento en el que Jesús da libertad no sólo de cárcel, pero que, además, libera espiritualmente a este hombre que ciertamente debió de haber sido transformado por la presencia del verdadero Mesías.

Es que Jesús Cristo nos da libertad a causa de sus sufrimientos. Nos invita a que seamos verdaderamente libres por el auténtico amor que él derrama, en esa Cruz del Calvario. Pero nosotros queremos al otro mesías, al que pelea, al que toma las armas para destrozar, al que mata con sus acciones de odio y rencor. Sí, a ese preferimos siempre, porque a ese lo podemos ver; porque ese nos demuestra que no hay que poner la otra mejía, que diente con diente se paga y que ojo por ojo se cobra y que, en la vida, hay que luchar con golpes he insultos. 

Y Jesús es humillado, abofeteado por decir la verdad, flagelado, golpeado hasta ser desfigurado, y, sobre su cabeza, la corona de espinas y finalmente le hacen cargar con la Cruz. Es tan pesada la Cruz que por su debilidad le cuesta cargar, cayendo tres veces, de acuerdo con la Tradición apostólica, por lo que toman a Simón de Cirene para ayudarle a cargar. “El que quiera seguirme tome su cruz y sígame” (Mt 16: 24). La cruz la debemos de llevar juntos, dándonos la mano uno al otro, sosteniéndonos en los momentos duros. Como ejemplo, podríamos mencionar el acompañar a los enfermos, compartiendo con ellos el dolor y sufrimiento, es decir, “…llorar con ellos y reír con ellos” (Populorum progressio # 86).

Jesús llega al Gólgota (del hebreo golgoleth (גלגלת) que significa “cabeza o calavera”). Es aquí en este lugar en el que el Señor es crucificado. Es ahora cuando podemos entender el significado de, “…es el Cáliz de mi sangre que será derramada por el perdón de los pecados” (Lc 22: 20), y, además, descubrimos por qué llegó al Getsemaní o lugar del triturador. Es sobre esa Cruz que, tomando fuerzas sobre humanas, levanta su cuerpo débil y desangrado y comparte entre las palabras que conocemos: “Tengo sed,” de que se amen y perdonen entre ustedes, que reconozcan que cada uno de ustedes tienen la misma dignidad, porque, ustedes no solamente se dicen ser hijos de Dios, sino que en verdad lo son (1Jn 3:1).

Además, las últimas palabras de Jesús, que recuerda la oración del salmista 22: 2, de acuerdo con el evangelio de Marcos 15: 34, quedan de manifiesto por medio de Pablo a los Efesios 2: 6-10, ese Ekénosen, o desprendimiento total de su igualdad con Dios Padre, “Eloí, Eloí, ¿lema sabachtani?” Es la misma oración del creyente que pregunta en sus momentos más oscuros: ¿Por qué me has abandonado Padre? ¿Por qué no he sentido tu presencia en estos momentos difíciles, en los que siento que la vida se me va? ¿En dónde estás Padre, que no te veo en medio del dolor de muerte?

Ciertamente, nuestra humanidad cuestiona la presencia del Padre; más, sin embargo, Jesús hace la voluntad de aquel que lo envío a dar su vida por amor y, a pesar de su dolor más profundo, él cumple y en eso realiza el proceso de salvación que nos lleva del perdón de los pecados, a la vida eterna, en la Nueva Jerusalén. Es que “…hacer lo mismo” (Lc 22: 19b), no es fácil. No fue fácil para el Señor y no lo será para nosotros. Pero, tenemos una esperanza, la esperanza puesta en que Dios responderá de una u otra forma a nuestra suplica. De esto debemos de estar seguros. Emuná, yo creo, amén.

Por último, Jesús entrega su vida con “…un fuerte grito” Mr 15: 37. Con su muerte, Jesús vence al enemigo y con su sangre derramada, logra el perdón de nuestros pecados. A eso estamos llamados; a perdonar como él nos perdona, porque perdonando es como él nos enseña a amar.

En esta Semana Santa, nuestros corazones deben de rebozar con alegría al sentirnos amados por el amor de Dios. Debemos de gozarnos en el Señor sabiendo que por su sangre emos sido redimidos y, por ende, llamados a hacer lo mismo.

Amén, gloria a Dios

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Cuaresma, tiempo de transformación

Durante el tiempo de cuaresma, somos llamados por la Iglesia a reflexionar sobre nuestras vidas en relación con el amor de Dios y la coexistencia con las otras personas que han estado o están alrededor de nuestras vidas.

Además, es un tiempo en el que Dios, nos invita a profundizar en el sentido de arrepentimiento por todos aquellos momentos en los que hemos fallado a ese inmenso y profundo amor del Padre que envió a su Hijo Jesús a morir en la Cruz del Calvario, para que cada uno de nosotros fuéramos libres. ¿Pero qué significa el ser verdaderamente libres? A caso somos esclavos de alguien o de algo, eso que no nos permite disfrutar de la plenitud de la vida.

La realidad es que, y me atrevería a afirmar que sí, que sí somos esclavos de todo aquello que nos aparta de Dios. Olvidémonos de la esclavitud de los bienes materiales: los celulares, el dinero, etc. Más bien, se trata de ser esclavos de todo aquello que llevamos estampado en el corazón, como el odio y el rencor, por ejemplo. Esto es lo que verdaderamente nos quita la plenitud de la gracia de Dios en su Hijo Jesucristo. No estamos diciendo que los bienes del mundo no nos esclavicen. Por supuesto que no;  a lo que nos referimos primordialmente, es todo aquello, que más nos cuesta arrancar de raíz de lo más profundo de nuestro ser.

Pero ¿por qué sucede esto?; ¿Por qué somos esclavos de las oscuridades del corazón?; ¿Por qué éstas son mucho más significativas, que la esclavitud que nos proporcionan las cosas externas? La realidad es que, las cosas externas son mucho más fáciles de resolver o cortar. Obviamente,  esto es aún más notable cuando llega el tiempo de cuaresma,  hacemos promesas de no beber alcohol, comer dulces, o cualquier otra bobería; más, sin embargo, las cosas que nos esclavizan por dentro son las que batallamos por liberar.

¿Cuántas veces, por ejemplo, tratamos de estampar con una curita todo aquel dolor que llevamos acarreando desde el momento en el que nos ofendieron o hicieron daño? Inclusive nuestro propio carácter se ha formado haciendo concha alrededor de ese dolor y lo manifestamos por medio de nuestras actitudes hacia los demás, nuestros hijos o cónyuges. Quizá, ha habido momentos en los que la curita se ha convertido en el vicio, el alcohol, las pastillas para el dolor, el comer desordenadamente; buscamos quizá en el sexo desordenado, la pornografía, las desviaciones sexuales de género, para apaciguar todo aquello que se lleva por dentro.

La cuestión es que, hasta que no reconozcamos que existe el dolor, nunca seremos completamente libres. Al reconocer que hemos sido dañados, es como entonces aprenderemos a reconocer que la libertad la alcanzaremos solamente a través de entregar el dolor y sufrimiento a Dios y, como paso siguiente, aprender a perdonar a todos aquellos, especialmente a ese individuo que nos dañó profundamente: perdonar porque me violaste; perdonar porque me golpeaste; perdonar porque me abandonaste; perdonar porque me trataste como basura, etc. Y es que cada uno de nosotros sabe el dolor que se lleva en el corazón y, el cual, no nos deja ser libres totalmente.

Por otro lado, debemos de reconocer, a su vez, que también se trata de ser conscientes de que,  hemos nosotros del mismo modo, ofendido a nuestros hijos, a nuestros padres, a nuestros cónyuges, a nuestros novios/as; que, con nuestras actitudes, hemos violado sus sentimientos y los hemos abusado, tanto, física como espiritualmente. Hay que reconocerlo, no somos moneditas de oro y, así como, hemos sentido el látigo del daño que nos han hecho, de la misma forma, nosotros hemos flagelado a nuestros seres queridos, que sufren por nuestras actitudes hacia ellos, quizá por consecuencia del mismo dolor que llevamos por dentro.

Pablo, hablando en su carta a los romanos, nos dice: “No sigan la corriente del mundo en que vivimos, sino más bien transfórmense a partir de una renovación interior” (Rom 12:2). En eso podemos encontrar la verdadera libertad a la cual todos estamos llamados en el amor de Cristo. Porque Jesús vino a este mundo con un propósito en mente, llevado a cabo desde el mismo amor por el que da su vida por cada uno de los que creen en él. Por eso, nos encontramos con el Evangelio de Juan 3:16: “¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna”. La clave aquí es el de “creer”, porque seamos honestos, la mayoría de los que leemos esta reflexión, somos parte de la presencia y gracia de Dios, ya sea como asistentes a grupos de renovación, de jóvenes; ya sea como maestros o predicadores, de alguna manera somos partícipes del conocimiento de Dios que transforma corazones; y, más, sin embargo, la mayoría sabemos que guardamos ese dolor en el interior que no nos permite ser y vivir la plenitud de la liberad, la cual predicamos a todo pulmón.

Es que, no creemos que Dios tiene el poder de sanar por medio del perdón. Tenemos el conocimiento de su poder, pero no lo creemos, o, para que no se me enojen, nos cuesta creer porque pensamos que el daño que nos hicieron es mucho más grande que el amor de Dios y, es en eso, que el dolor se convierte en esclavitud. “Para quien cree en él no hay juicio. En cambio, el que no cree ya se ha condenado” (Jn 3:18).

Tristemente, les comparto que yo fui uno de esos que predicaban del amor de Dios y el poder transformador que él posee sobre el daño que nos han hecho. Sin embargo, y sin darme cuenta, porque eso hace el pecado del rencor y el odio, te hace oscuridad lo que vives, aparentando ser lo que no eres interiormente. Llegó el momento en el que se hizo tan obvio lo que vivía internamente que me llevó a una gran depresión y, por ende, a querer quitarme la vida. Pero fue en ese mismo instante en el que, iba a cometer tal locura, en el que me encontré ante la presencia del Señor que nunca nos abandona, que siempre está a nuestro lado, a cada momento de nuestras vidas, riendo cuando reímos, sufriendo, cuando sufrimos; fue en ese momento en el que me abrí a su misericordia y me dejé conducir por su amor que sabe perdonar. Me sentí amado y perdonado y a su vez, experimenté en ese momento un deseo profundo de perdonar a esa persona que me había dañado profundamente.

Hoy después de muchos años, puedo decir que, después de la reconciliación, esa persona partió a la casa del Señor y desde ese día experimenté una transformación de corazón; sentí por primera vez desde que era un niño, la verdadera libertad que transforma vidas.

A eso nos llama el Señor en esta cuaresma, a que demos el siguiente paso, que nos lleva de una simple conversión a una completa transformación de corazón. Es el tiempo en el que se nos permite ver nuestras realidades internas, para que contemplemos, en dónde, nos encontramos con respecto al especio del amor infinito de Dios. Es el tiempo en el que podemos ser verdaderamente libres de todos aquellos dolores internos, para así encontrarnos de frente con la bienaventuranza: “Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5:3). Porque perdonar, es vaciar el corazón que nos lleva a la humildad de corazón y, por ende, con un espíritu de pobre, vaciado del odio y rencor, poder disfrutar de la verdadera transformación de corazón, la cual, nos brinda la libertad a la que somos llamados en Cristo Jesús.

¿Qué esperas para obtener tu libertad?

En el amor de Cristo

René Alvarado

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Caminando con Cristo

Muchas veces surge en la mente el pensamiento sobre el significado de caminar con Cristo. Esto ciertamente se torna difícil de responder dado a que, nuestro pensar está en un régimen de concientización de todo aquello que nos separa de la realidad de Dios en nuestras vidas. Los problemas económicos, las enfermedades, los desalojos de vivienda, etc. Todo esto nos lleva por caminos que oscurecen nuestras vidas y, por ende, ciegan la vista espiritual de todo aquello que nos plantea Dios en su Hijo Jesucristo.

Las Escrituras nos hablan sobre el hecho del caminar con Dios. Primero que nada, debemos de entender que caminar con Cristo, implica conocer el “Camino”, en el sentido espiritual de fe, porque, sólo con el conocimiento intelectual, caminaríamos sin dirección hacia ningún punto en particular. En el Evangelio de San Juan, nos encontramos con el verdadero camino y lo que esto significa para los que deciden tomarlo: “Y ya sabéis el camino adonde yo voy.» Le dijo Tomás: «Señor, no sabemos adónde vas; ¿cómo podemos saber el camino?» Respondió Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14:4-6). En esta cita, nos encontramos con el aspecto teologal y cristológico de Jesús como el Mesías esperado, que con su amor nos invita a caminar en él, y, esto, con propósito: que todos nosotros un día, alcancemos la salvación.

Desglosemos esto: primero, nos dice en el verso 14 que, nosotros ya sabemos el camino… este camino es el que nos dirige al Padre, pero que no todos estamos dispuestos a tomar, porque caminar en él, tiene sus complejidades y exigencias, siendo el amor una de ellas. Recordemos que Jesús nos dice que debemos de amarnos los unos a los otros como un mandamiento nuevo (Jn 13:34), pero ¿cómo es amar como Jesús ama? Amar como él ama, es darnos cuenta de que, a pesar de su propio dolor y sufrimiento de Cruz, él estuvo dispuesto a partirse por cada uno de nosotros para el perdón de nuestros pecados (Lc 22:19-20). De la misma manera, debemos nosotros estar dispuestos a partirnos por amor hacia los otros. “…Hagan esto en memoria mía” (Lc 22:19b).

Pero ¿por qué nos cuesta tanto amar? Quizá porque somos egocentristas y narcisistas. Nos gusta solamente sentir bonito, que otros hablen bien de nosotros, que nos pongan en un pedestal y que todo el mundo nos admire; ignorando a los otros que a nuestro alrededor sufren por falta de alimento, de vestido, de medicinas para su enfermedad, de dinero para su renta; y, aun así, decimos de la boca para afuera que amamos como Jesús ama.

Hay que recordar que este camino tiene un fin, el de llegar a la Casa del Padre, en donde hay muchas habitaciones que aguardan a todo aquel que ha tomado la decisión de amar como él (Jn 14:1-2). Es por esto por lo que parece ilógico el pensar que aquel (Tomás) que ha caminado con Cristo, que ha visto multiplicar el pan, resucitar los muertos, dar vista a los ciegos, caminar a los paralíticos, no se de cuenta del camino sobre el cual está caminando (Jn 14:4).

Nuestra realidad es esa. Como miembros de la Iglesia, caminamos como tontos, ciegos espiritualmente y faltos de amor; cuestionamos a cada momento la presencia del Dios vivo en nuestro sendero. ¿Dónde está Dios en este momento de dolor y sufrimiento? Aunque, hemos visto las grandezas de Dios en cada una de nuestras vidas, como el momento en el que a travesamos la línea de indocumentados y por la gracia y misericordia de Dios estamos hoy aquí, por ejemplo. Otro ejemplo sería el hecho de que hayamos sanado de alguna enfermedad que parecía de acuerdo con la ciencia, imposible; el trabajo que tenemos, el techo sobre nuestras cabezas, y así podríamos enumerar tantos ejemplos y, aun así, como ciegos porque somos, “…pueblo necio y sin seso – tienen ojos y no ven, orejas y no oyen -” (Jer 5:21), cuestionamos la presencia de Dios en nuestro caminar.

Ciertamente, el caminar con Jesús no es nada fácil; es más, se torna difícil, porque este no es un camino llano o plano; es más bien, un camino pedregoso y de constante riesgo a tomar por los peligros que estos implican. Pero, debemos de entender que es de valientes tomar la decisión de encaminarse por estos rumbos: “El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10:38-39).

La cuestión aquí es darnos cuenta de que, cargar con nuestra cruz es signo de aceptación de las circunstancias en las que nos encontramos en este momento. Es a la vez, aceptar con dignidad las situaciones negativas de nuestro caminar; es, dejarnos conducir propiamente por su amor leal que nunca nos abandona (Is 49:15), porque, él, no es solamente el Camino propiamente dicho, que nos lleva al Padre, sino que es Verdad (Amor) en su totalidad y es en ese Amor en el que encontraremos la vida (Jn 3:16). Por eso, Jesús nos dice: “«Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.»” (Mt 11:28-30).

Ese es el propósito de caminar con Cristo. Es dejar conducirnos por su amor, que nos invita a que también nosotros amemos como él nos ama (Jn 13: 34). No se trata solamente de amarle en los momentos de algarabía, porque, si fuera así, todo el mundo se encaminaría en su Verdad; más bien, es el hecho de demostrar que le amamos en los peores momentos de nuestras vidas, que aún en los momentos de persecución, podamos amar, perdonando al que nos persigue. Es también, amar al que tiene menos que nosotros: al indigente, al que nos pide dinero para comer, al que está necesitado de ropa, al vecino que se quedó sin trabajo, etc. Esto más bien, en el sentido de amar en la praxis, más que de la boca para afuera. “Si cumplís plenamente la Ley regia según la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, obráis bien; pero si tenéis acepción de personas, cometéis pecado y quedáis convictos de transgresión por la Ley. Porque quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos” (Sgo 2:8:10).

El caminar con Cristo, por lo tanto, no es sentir bonito; es esencialmente, saber que cuando caminamos en su amor, estamos expuestos a todas las circunstancias adversas que el enemigo quiere en nuestras vidas. Es por ello por lo que, si hemos tomado la decisión de caminar en Cristo, debemos de confiar totalmente en él. Esto significa que en cada momento de nuestras vidas ya sean de algarabía o melancolía, nuestros corazones deberán estar dispuesto a alabar a Dios, porque en medio de toda circunstancia o experiencia de vida, nuestras almas se regocijan en el Señor, ya que, “Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos” (Rom 14:8).

Al final de cuentas, el caminar con Cristo, es dejarnos guiar por su amor hacia el Padre, sabiendo que es solamente por él como llegaremos a nuestra habitación en el Cielo.

En el amor de Cristo

René Alvarado

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La comunión con Dios

La comunión con Dios se obtiene a través de la contemplación. Esta contemplación de Dios la podemos obtener al ver el mar profundo, las montañas más altas, las estrellas en el espacio, pero especialmente, cuando lo contemplamos ante el Santísimo. Estar ante el Santísimo, se hace muchas veces con resistencia y ciertamente con dificultad porque la vida tan apresurada que vivimos no nos permite detenernos un momento para estar con el Señor. Pero si de veras queremos tener un encuentro contemplativo con el Señor, debemos de buscar su rostro y confiar en lo más íntimo en que a través de esa contemplación encontraremos la paz y la Vida misma.

En esta vida, en el día a día, se encuentra la presencia de Dios. Debemos de vivir esa contemplación con los hijos, con el cónyuge, en medio de nuestra vida normal, en el trabajo, en la escuela, en las calles del barrio, cuando vemos a los niños jugando; en los desamparados, en los ancianos; también lo contemplamos cuando visitamos enfermos, cárceles, asilos, etc. Asimismo, debemos de comprender que el contemplarlo es una integración entre la psicología y lo espiritual pues Dios nos ha creado carne y espíritu y no solamente lo uno o lo otro (NC 362). Dios nos recibe así en su totalidad. Quitando las capaz del pensamiento creyendo que somos perfectos. (Pacot: «La llamada»).

En nuestra adultez, la vida nos va proponiendo situaciones que tenemos que resolver a partir de la plenitud de la gracia de Dios. Un claro ejemplo lo vemos en María. Ella nos enseñó que la presencia de Dios la encontramos a través del aceptar su plan perfecto en medio de todas las cosas negativas de la vida. Cuando el Ángel vino a ella, ella entregó todo su ser, tanto interior (espiritual) como carnal (su ser racional). Aun viendo la posibilidad de ser muerta a pedradas por su marido, ella confió plenamente en lo íntimo de todo su ser en que Dios de una forma solventaría aquella aflicción. No lo hizo por sus fuerzas, sino más bien con un corazón contrito y abierto para dejar que sea Dios quien se encargare de esa situación. Otro claro ejemplo lo vemos en Santa Teresa de Calcuta, una mujer entregada en su total ser –cuerpo, alma y espíritu-, a la contemplación profunda. Ella podía contemplar el rostro de Jesús en aquellos seres marginados por la sociedad, enfermos por la vida y dejados como desechos en medio de la sociedad que elige dar oportunidades de sobrevivencia solamente a los «privilegiados,» olvidándose de los que aún con sacrificio nunca lograran sobrevivir por no tomarse en cuenta. Madre Teresa decía, «Trató de dar a los pobres amor, lo que los ricos podrían conseguir por dinero. No tocaría a un leproso por mil libras esterlinas ($1500.00); sin embargo, voluntariamente lo curaría por el amor de Dios» (Reflexiones para ti y para mi).

Es importante conectarse con la Verdad (el Amor) que es Cristo en nuestros corazones. De nada sirve rezar sopotocientos Rosarios o confiar en todo lo que se hace en la parroquia, más bien, se trata de darnos cuenta de quién soy en relación con Dios. Visualizar internamente en qué puerta es dónde me paro para contemplarlo, es decir, en dónde pongo mi atención; De lo contrario, sería muy difícil que haya paz en nuestro interior. Es que nos dedicamos a hacer cosas constantemente, nos ocupamos al estudio de Dios en la teología, filosofía y tantos otros estudios de letra que nos hace decir intelectualmente lo que sabemos, pero no nos hace vivir lo que sabemos. Esto nos desprende de nuestra acción. «¡Ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, que son unos hipócritas! Ustedes son como sepulcros bien pintados, que se ven maravillosos, pero que por dentro están llenos de huesos y de toda clase de podredumbre. Ustedes también aparentan como que fueran personas muy correctas, pero en su interior están llenos de falsedad y de maldad.» Mt 23: 27-28

Por otro lado, nos distraen nuestras propias emociones y eso me desliga de mis pensamientos. Tenemos que entender que mi existencia está en Dios y no en mis emociones. Si bien es cierto que estamos llenos de conflictos que perturban nuestra manera de vivir, también debemos de entender que la confianza en Dios sobre lleva las emociones de enojo, de miedo o de incertidumbre. Hay que entender que Dios no nos da la vida solo porque sí. Dios nos participa de su vida en Jesucristo: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Único Hijo para que todo aquel que crea en él no se pierda, sino que para que tenga vida eterna.» Jn 3: 16. Esto es difícil de comprender por la situación en la que vivimos. Necesitamos sumergirnos en los misterios de nuestra existencia en Dios y Dios en nosotros. La vida de Dios se hace vida en cada uno de nosotros. En nuestros conceptos, y nuestros ideales tienen que ir cayendo como parte vieja para abrirnos a lo que es la presencia de Dios y aprender a vivir el Cielo en la tierra, en medio de todo lo que nos pasa.

¿Cómo hacemos esta integración? A través de la oración contemplativa. Es aquí en el instante que descargamos todo en el Señor y dejamos que sea él quién nos sostenga, nos abrace y nos fortalezca. Los Salmos con una manera en la que Jesús oraba. Él muchas veces tomaba su tiempo para orar. Ahí se encontraba con las diferentes puertas con la que se relacionaba en medio de las multitudes. Su vida está centrada en su certeza y en su relación con el Padre, siendo su misión el amar. La pregunta que viene a la mente es, ¿Cuál es la relación que tenemos con Dios? Es porque somos seres de reflexión y por ende para reflejar la vida de Dios, debemos de ir en búsqueda de ese mismo reflejo de amor. ¿En dónde entonces conocemos al Amor? Pues en el corazón. Es ahí en donde percibimos la fuerza y la claridad para saber cómo lidiar con los conflictos de la vida. Él nos hace participes de su fuerza cuando nos adentramos a buscar su reflejo en nuestro interior. «Pero tú, cuando ores, entra en tu pieza, cierra la puerta y ora a tu Padre que está allí, a solas contigo. Y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará.» Mt 6: 6

Debemos de permanecer enraizado en la presencia de Dios ya que la felicidad y el sostén dependen de Dios. Las tormentas nos mueven y sacuden, pero estamos invitados a estar enraizado en Dios. Por eso es esencial e importante que dejemos que Dios penetre en lo más hondo dejando que él nos despoje de los sentimientos negativos por las experiencias en las que nos encontramos, es decir adentrarnos en la intimidad de Cristo. Entre más aceptemos las circunstancias que nos rodean eso nos ayudara a decir con dignidad de hijo de Dios, que tengo límites. Cuando reconozco mis límites, entonces reconozco que la gloria de Dios es mucho más grande que la pequeñez de mí ser. (2 Cor 12: 2-10. Rom 8: 17-29).

Somos uno en Dios en toda su plenitud (Jn 17). Pero ¿cómo nos podemos dar cuenta que Jesús vive en nosotros? Él une su Espíritu al nuestro para ser un sólo ser, en una unidad. Esto lo descubriremos al momento en el que necesitamos de su presencia, en el instante en el que nos sentimos abandonados, en el que necesitamos de su armonía que nos comunica su ser para encontrar la verdadera plenitud de ser humanos. Es en la experiencia de la vida misma como me doy cuenta de la realidad de mi vida. Necesito volver a este encuentro por medio de la oración contemplativa. En el ejercicio de la oración debo reconocer como primer recinto lo que vivo, lo que soy y lo que siento, entrando en comunión con el Señor. Quizá con preguntas del porqué de la vida: las enfermedades, los problemas familiares, las situaciones económicas, etc. Confiando en que Dios todo lo puede en esta entrega y que lo que las experiencias que vivimos en nada se comparan con la gloria que nos tiene preparado Dios cuando venimos a su encuentro (Rom 8: 18)

La oración de contemplación es un momento de entrega profunda e íntima en el silencio de nuestro ser. Es llegar a la fuente para beber directamente del manantial de vida. Es dejarnos empapar de su presencia como la lluvia que baja y empapa y no sube de regreso sin haber hecho lo que tenía que hacer. (Is 55: 10-11).

Santa Teresa de Jesús nos dice en su libro Las Moradas del Castillo: «…que son las almas que no tienen oración como un cuerpo con perlesía (debilidad del cuerpo) o tullido, que, aunque tiene pies y manos no los puede mandar.» # 6. Cuando la oración no nos lleva a la contemplación son esos, cuerpos tullidos porque no llegamos a lugar santo en nuestro interior. Es por ello por lo que nuestra vida vuelve como el perro al vomito porque no sabe que media ves vomitado ya no vuelve a consumirse. En otras palabras, el que no confiere su voluntad a Dios en el instante de la contemplación, no puede alcanzar la paz deseada.

Propongámonos a cambiar nuestro estilo de vida y confiando en que tenemos un Dios que todo lo puede; doblando nuestras rodillas y postrándonos ante su presencia, entreguemos todo nuestro ser, tanto carnal como espiritual, creyendo en lo íntimo que Dios ya sabe lo que necesitamos desde antes que se lo pidamos. (Mt 6: 8)

René Alvarado

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Dios pide el sacrificio del corazón

René Alvarado

¿Qué nos viene a la mente cuando escuchamos que Dios pide el sacrificio de nuestro corazón? Posiblemente responderemos que sacrificar el corazón significa que debemos de hacer penitencias, mandas o cumplir con los sacrificios del tiempo de cuaresma, como el de ayuno de comida, o alcohol, etc. Aunque eso es para muchos, hacer un sacrificio, no necesariamente es de corazón, más bien por tradición.

Ya desde tiempos remotos, el hombre ha manifestado su deseo de sacrificio para agradar a sus dioses, ya sea como ofrendas humanas o de animales. En el caso del judaísmo, se sabe por las escrituras que se sacrificaban corderos o cabrillos sin mancha como signo de expiación por los pecados hasta en el tiempo de Jesús. Por su parte, la Iglesia nos enseña que el sacrificio más grande que se hizo para redimirnos del pecado es por medio del sacrificio de Jesús en la Cruz del Calvario, como el cordero pascual (Is 53:1-12) y las ofrendas que ofrecemos el día de hoy no son sacrificio, sino agradecimiento; la adoración y las oraciones en acción de gracias lo ofrendamos por lo que él hizo por nosotros.

Pero la realidad es que, es importante tener en cuenta que el concepto de sacrificio en el contexto religioso no se limita únicamente a la idea de la muerte o el sufrimiento físico, porque si de eso se tratara, entonces Jesús hubiese tirado la toalla en el huerto del Getsemaní y, más, sin embargo, decide continuar con el plan perfecto de Dios para nuestra salvación. Desde nuestro entorno de fe, se trata de un sacrificio simbólico o espiritual, en el que lo que se ofrece es el corazón o el espíritu. En este sentido, el sacrificio puede ser entendido como un acto de renuncia o de entrega, en el que se renuncia a los propios deseos y se entrega la voluntad a Dios.

En este punto, no se trata de una muerte física de parte nuestra por el perdón de los pecados, porque esto ya lo ha realizado el sacrificio de Cristo en la Cruz; lo importante de reconocer en este sentido del sacrificio del corazón va más allá de un simple hecho puramente carnal, como el de dejar de comer o beber alcohol o dejar de drogarse por la cuaresma, etc., es más bien en el sentido de un sacrificio interior que nos permita abrirnos al verdadero amor que decimos profesar en Cristo Jesús, es decir, se trata de ofrecer nuestras vidas enteras como una ofrenda viva y santa. Pero ¿en qué consiste esto? Y ¿cuál es la implicación para nuestras vidas? Es que el sacrificio del corazón envuelve reconocer que tenemos que cambiar nuestra actitud turbia y amargada y, a su vez, nos exige un compromiso de amar y no un simple amar por que sí, más bien un amar, en el amor de Cristo, con todo nuestro corazón, mente, alma y espíritu (Mc 12:30-31). Esto tiene otra implicación; porque amar con todo nuestro corazón no se queda simplemente en el amar a Dios sobre todas las cosas. Esto involucra a su vez, que también se debe de amar al prójimo como a nosotros mismos.

Jesús nos da un claro ejemplo de esto al instituir la Eucaristía: “Después tomó pan y, dando gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes. (Hagan esto en memoria mía.»” (Lc 2:19-20). Es que amar en el amor de Jesús significa que estamos dispuestos a partirnos por los demás. Esto no significa que vamos a morir físicamente por otros desde el punto meramente humano, más bien, quiere decir que moriremos a nuestro yo interior que se da en el amor de Dios a los demás. Cristo se parte y pide que también nosotros hagamos lo mismo. El partirse significa que aunque nos duela, estamos dispuestos a perdonar como él nos ha perdonado. Pablo, hablando a los corintios nos dice algo fantástico en referencia a lo que estamos leyendo: “A él, que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que por medio de su muerte fuéramos reconciliados  con Dios” (1 Cor 5:21).

Ese es el verdadero sacrificio del corazón. No se trata solamente de sentirnos amados por Dios, sino que también debemos de comprender que, como respuesta a ese amor, nosotros debemos de amarle aunque no con la misma intensidad, porque solamente él puede amar así, de muerte en la Cruz; aunque amarle a él, tiene una dimensión que va más allá del estado racional y lógico del ser humano; significa que estamos dispuestos a amar al prójimo, como a mí mismo y, en especial, a todo aquel que nos ha hecho daño, porque de nada sirve decir que amamos a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano que si vemos, eso nos convierte en hipócritas mentirosos (1 Jn 4:19-20).

Recordemos que Cristo mismo nos dice como un mandamiento nuevo: “…que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado. En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros” (Jn 13:34-35). ¿Cómo entendemos ese mandato de Jesús? Pues, lo entenderemos en la misma medida en la que pongamos en acción el amor que decimos profesarle, es decir, en la misma praxis, que se pone en movimiento en búsqueda del amor verdadero y que nos da libertad y sanidad espiritual.

El apóstol Pablo habla de esto en Romanos 12:1, donde dice: «Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional». En otras palabras, el sacrificio del corazón implica ofrecer todo nuestro ser – cuerpo, mente y espíritu – a Dios como una ofrenda viva y santa, que es nuestro servicio espiritual.

Por otro lado, el sacrificio del corazón significa que estamos dispuestos a entregarle todo a Dios, desde el interior de nuestro ser: nuestras alegrías, nuestras tristezas, nuestras ilusiones, nuestros anhelos y sueños, sobre todo, todos aquellos sentimientos turbios del corazón, como: la ira, el rencor, las ansias de venganza, los celos, las vanidades, etc. Es, en otras palabras, ser conscientes de que él es quien está en control de todo cuanto somos y poseemos y que confiamos en él, en que su voluntad se hará mella en nuestros corazones y que por lo mismo, estamos dispuestos a renunciar a nuestros propios idealismos y deseos. “Felices los pobres de corazón, porque el reino de los cielos les pertenece” (Mt 5:3).

Es en esto en el que empezaremos a amarle de corazón y que estamos dispuestos  a caminar junto a él; que seremos en cierto modo, ese Simón de Cirene (Mc 15:21), que le ayudará a cargar con la Cruz. Además, haremos nuestra su voluntad de amar como él nos ama, la misma que se hará en nuestras vidas, como un bálsamo que sana las heridas del alma, cuerpo y espíritu y que al final, nos lleva a la vida eterna.

Como vemos, el sacrificar el corazón a Dios no es cualquier cosa o algo que haremos solamente porque es tiempo de penitencia para que el mundo nos vea y nos admire. Como dice Jesús, “…ellos ya tuvieron su recompensa” (Mt 6:5). Y es que no se trata solamente de golpearnos el pecho, si no estamos dispuestos a someternos al amor reconciliador del Padre. El sacrificar el corazón en resumidas cuentas es, estar dispuestos a hacer la voluntad del Padre que está en los Cielos. Imaginémonos una vez más que Cristo en el huerto, en vez de seguir con el plan perfecto del Padre hubiera tirado la toalla, ¿qué sería de nosotros? “Pero que no se ha lo que yo quiero, sino que se haga tú voluntad” (Mc 14:36).

Por supuesto que sacrificar el corazón no es nada fácil. A Jesús no le fue sencillo hacerlo: “…«Siento en mi alma una tristeza de muerte… »” (Mc 14:34). Es cierto que duele y precisamente por eso se llama “sacrificio”, porque esto implica un desprendimiento a mi comodidad, me exige salir de mi zona de conforte, para encaminarme por el camino de desierto, por donde se experimenta el vacío del ser en su totalidad, el hambre y sed espiritual y sobre todo, el abandono de Dios. “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” (Mc 15:33).

Pero esto no nos debe de achicopalar, al contrario, nos debe de fortalecer porque sabemos que hay una recompensa que aguarda para todo aquel que toma la decisión de sacrificar el corazón a Dios y, este es, la vida eterna en la Nueva Jerusalén a la cual todo aquel que atienda el llamado, será llamado santo y entonces Jesús enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá más llanto ni dolor, porque todo lo demás habrá pasado (Ap 21:1-4).

La pregunta entonces para ti y para mi es, ¿Estoy dispuesto a sacrificar el corazón para Dios? La respuesta será de acuerdo con lo que tú has creído.

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